Centro de Chongqing, China

Centro de Chongqing, China

No todo el que deambula está perdido. - J. R. R. Tolkien

Hace unos meses, mientras viajaba por el interior de China, tuve que quedarme unos días más de los previstos en Chongqing porque no quedaban billetes de tren para mi siguiente destino. Sí, esa es una de las pegas de viajar sin planear demasiado de antemano.

A los dos días ya había visto todo lo “visitable” y estaba volviendo al albergue en el metro cuando se me ocurrió la genial idea de perderme a propósito. Supongo que en ese momento debía estar bastante aburrido, pero el caso es que elegí aleatoriamente una parada de metro, algo alejada del centro, y me bajé en ella.

Ahora bien, Chongqing es una ciudad inmensa y prácticamente sin turismo extranjero. La ciudad en sí no ofrece más que un mar de rascacielos que se extienden hasta formar un área metropolitana de 30 millones de habitantes y dónde fácilmente podía caminar por el centro de la ciudad durante una tarde entera sin cruzarme con otro occidental. Y eso siendo el centro. Así que cuando salí de aquella estación de metro de la periferia estaba bastante claro qué era lo que me iba a encontrar: chinos, chinos, y más chinos entre feos edificios de hormigón.

A pesar de eso me puse a andar. Era un barrio residencial, desordenado, gris, sucio. Las calles eran bastante estrechas, y subían y bajaban a merced del terreno. A medida que caminaba se iban estrechando. Las casas se amontonaban casi unas encima de otras, abiertas al exterior. Los patios y la calle se confundían muchas veces, y aquello empezaba a parecerse más a un laberinto. Ropa tendida. Ancianos jugando a juegos de tablero en las “aceras”. Y la gente me miraba, sin reparos, supongo que preguntándose por qué estaba allí, o qué buscaba. Pasé por un colegio, por un mercado… Perdí la noción del tiempo (la orientación la había perdido hacía ya bastante rato). Gente gritando, escupiendo, sonriendo… Yo caminaba y observaba. Decidía mi camino en base a lo que observaba en el último instante. Giraba a la derecha si un niño corría en esa dirección. Giraba a la izquierda si escuchaba algo que llamaba mi atención. Jugaba con la intuición. Jugaba a seguir olores, sonidos, reflejos…

Había pasado ya media tarde y comenzaba a ponerse el sol cuando las calles se empezaron a abrir de nuevo y me encontré en un parque a orillas del río Jialing. Allí perdido, me senté y disfruté del bizarro pero hipnótico skyline que a lo lejos formaban las decenas de rascacielos de Chongqing, volviendo a ser consciente de que me encontraba a 10.000 kms de casa, completamente sólo, rodeado de gente que no me entendía. Y me sentía eufórico.

Durante los meses siguientes me he vuelto a perder por las calles de Kuala Lumpur, Melbourne, Chiang Mai o Seúl. Me he dado cuenta de que es una forma única de empaparme del lugar y de las sensaciones que emana. Al perderme elimino el propósito, y la experiencia se convierte por sí misma en el fin . Sin meta ni destino, me centro en disfrutar del recorrido. No me preocupa si voy por buena dirección o si llego tarde.

Ahora me doy cuenta de cuántas veces, cuando viajaba, me obsesionaba en visitar un elemento y me olvidaba de disfrutar del lugar y del camino que me llevaba hasta él. De cuántas veces he considerado el trayecto como tiempo perdido, refugiándome en mi burbuja, esclavo de una vida acelerada.

Cuando me pierdo, sin embargo, observo y escucho las preguntas que surgen a cada paso. ¿Dónde lleva esa puerta? ¿De dónde viene esa luz? ¿Qué? ¿Por qué?

Cuando me pierdo, en lugar de dejar que la meta marque el camino, contemplo cómo el camino va revelando mi meta, mi destino.

Como la vida.